Hacia El Primer Encuentro Mundial de Ignorares

lunes, 25 de octubre de 2010

EL CANTO DEL PIAPOCO

Esto no hubiera pasado, seguro estabas que esto no hubiera pasado, por lo menos así como pasó, si tú hubieras sido doctor o abogado, como pensabas cuando estabas chiquito y estudiabas tercer grado en la escuela del pueblo; y Petra te preguntaba qué querías ser cuando llegaras a grande y le decías que doctor o mejor abogado como Romerito, para ganar bastante rial y comprarle una casa grande, con un patio grandísimo donde ella pudiera criar sus gallinas y sus cochinos para diciembre y sembrar el maíz, el aguacate y el vinagrillo, para que no siguiera lavando y planchando para la gente de la calle porque eso la iba a matar un día de estos, si señor, claro que, tú no ibas a ser como Romerito que después que se graduó se olvidó de la pobre vieja que lo crió a fuerza de vender empanadas en los portones de la compañía, pero Petra te miraba y le entraba como una tristeza rara, porque ella como que presentía que ese no era tu destino. Porque en los pobres son muy raros los casos en que se dan doctores y a lo mejor ella tenía razón, porque esa inteligencia tuya se quedó en tercer grado, en los pupitres orinados, en los reglazos de la maestra, en las páginas mojadas por tus sueños, en los pocillos llenos de pan y guarapo de café con papelón, en las alpargatas suelaegoma gastadas en el hirviente asfalto y las piedras de la calle, en todos los medios días en que regresabas a la casa cargado de hambre y con ese estómago pegado al espinazo y sin nadita en la mente, porque la maestra decía que tú eras una tapara, un coco lleno de agua, un bruto, un bueno para nada y todas esas cosas que se te fueron pegando de la mente como pegostes de brea y que no te han dejado decir, sino que tú no estudiaste por flojo y todo lo demás que se te ocurre cuando estás borracho .

Ahora lo único que se te ocurre es recordar, porque esos recuerdos se dejan venir solitos, sin que nadie los llame, apurándose, empujando, queriendo salirse todos a la vez, para no molestarte más, para dejarte tranquilo y livianito como cuando terminabas de hacer el amor con La Escopeta, aquella mujer que llegó a Caracas detrás de una ilusión, pero después que la dejó quien la trajo, lo único que se le ocurrió fue meterse a puta. En estos recuerdos te miras corriendo duro, durísimo, viendo y jugando con los postes de la luz a quienes mirabas correr en la otra acera hasta que llegabas a la casa llevando el medio de tomate y cebolla, la cabecita de ajo y la panela de jabón azul que Petra te mandó a comprar en la bodega de Lencho, porque él era el único que cuando ella estaba sin una puya le fiaba, que era la mayoría de las veces y entonces cuando ella cogía unos rialitos sabía ser agradecida y siempre te mandaba a comprar allá y eso a ti te gustaba porque aún cuando era fiado, Lencho religiosamente le echaba el granito de maíz a la botella que tenía tu nombre y cuando se llenaba, él te regalaba una sorpresa, unos cambures y un golfiado bien grande, regado con bastante azúcar.

Y los recuerdos se van hasta aquellas tardes calurosas en las que Petra no quería lavar y entonces te llamaba y se sentaba en una silla, debajo de la mata de almendrón frente a la casa, agarraba tu cabeza, se la metía entre las piernas y comenzaba a escarbártela y a sacarte piojos y liendras y a veces hablaba que la gente era cochina, que uno podía ser pobre pero no cochino y que qué le costaba a la gente mandar los muchachos a la escuela pobremente, con sus alpargatas y sus ropitas, aunque fueran remendadas, pero limpia, y así, mientras te sacaba los piojos seguía hablando toda la tarde hasta que a ésta se le antojaba irse y darle paso a la noche. Otras veces hablaba de cosas más bonitas, de personajes misteriosos que vivían en una tierra también misteriosa, que era la tierra de donde ella era y en donde había pájaros rarísimos con plumas que cada una tenía un color distinto y con los picos más largos que una culebra bejuca, pero durísimos y que cantaban bien bonito en aquellas montañas en donde había árboles que pegaban del cielo y donde los ríos eran más claritos que una piscina y se podía ver en el fondo un mediecito de plata y cuando los rayos del sol penetraban por entre los árboles entonces era que aquello se ponía más bonito porque las Coscorobas, los Querepes, las Guabinas y las Guaraguaras se guindaban de esos rayos de sol y comenzaban a tener muchos colores y les salían plumas y se iban volando por esas montañas que quedaban en esas tierras de donde eran los familiares de Petra y según cuenta la gente que sabe, que Petra viene siendo familia de los Waraos y eso es un enredo grandísimo porque ni siquiera la misma Petra sabe quién era su papá, lo único que alguien le dijo una vez, era que su papá tenía los ojos azules y por eso era que ella tenía ese color y esos ojos así, pero eso fue hace muchísimo tiempo, mucho antes de que Marcelino Cedeño llegara con los sismógrafos a buscar el petróleo en ese pueblo tuyo que después que se lo chuparon con aquellos balancines que parecían unas Angoletas de lo negro que eran lo dejaron ahí, tirado como quien se chupa una caña y bota el bagazo en cualquier parte del camino sin importarle quien lo pise. Pero después que Petra se quedaba callada, mirando, pero sin mirar nada, como tratando de ver en el pasado algo de todo lo que había contado, era cuando a ti te daba por pensar que todos esos animales, montañas, pueblos y personas no eran más que cosas inventadas por Petra, así como para matar el tiempo, era por eso que le preguntabas en dónde quedaban y ella se ponía medio misteriosa y decía que eso ya no existía así y entonces empezaba con otra historia y te decía que a esos pueblos un cura les había echado una maldición grandísima, porque según dicen, la gente vivía y no les hacía falta los curas para nada, y cada vez que los veían pasar entonces a las personas les daba aquellas ganas de reír, pero no porque les estuvieran faltando el respeto, sino porque ellos pensaban que esos señores llegados de otras tierras se habían quedado con el disfraz puesto del último carnaval y fue por eso que uno de los curas se puso bravo y dijo que cuando el Piapoco cantara tres veces el pueblo sería arrasado por las aguas, y una tarde, después del canto triste del Piapoco, comenzó a llover y las aguas de los ríos se unieron toditas y empezaron a tapar a los pueblos con todas las piedras que arrastraron y las casas también se volvieron piedras grandísimas y la gente no se ahogó sino que se convirtieron en Duendes y son los que cuidan las aguas y los peces de los ríos. Después que ella terminaba, a ti se te olvidaba si eran inventados o no, y entonces le decías que te contara sobre el hombre que llegó de noche y ella te decía que otro día...

Y otro día fue que empezó todo, y corre aquí y agarra allá y amarra esto. y dile a Lencho que te regale unas cajitas, y aquí las ollas y allá los platos y esto y lo otro y apúrate que ya llegó el camión de la mudanza, y tú y tus hermanos montándose atrás y esa lloradera tuya, pero tú no recordabas que Petra decía que los hombres no lloran y tú nunca te hubieras explicado porqué llorabas, porque, de verdad no te dolía ni la barriga ni los huesos, ni la muela, ni la cabeza ni nada, pero era que esas lágrimas se salían solitas sin que nadie las aguantara y fueron regando toda esa calle, pero tus hermanos más grandes sí estaban contentos porque iban jugando a quién contaba más taladros, que fue lo único que dejó la Compañía, pero tú ibas llorando con el mismo dolor con que llorabas la vez que le diste la pedrá a un tucusito y después que estaba en el suelo te dieron esas ganas de llorar porque te acordaste que Petra decía que no se debía matar a los pajaritos, porque según ella, eran hijos de Dios y tú con ese miedo a que Dios te castigara, porque tu abuela decía que Dios castigaba, y por eso era que tú siempre preferías tirarle piedras a las angoletas porque esas eran negras y tu abuela decía que el diablo era negro y como las angoletas eran negras debían ser hijas del diablo y como el diablo nunca castigaba ni te obligaban a rezar por él, tú no le tenías mucho miedo, sólo cuando tu abuela -que era muy cristiana- le daba aquellas palizas a tus hermanos y a ti te daba miedo porque Petra decía que era que tenía el diablo adentro.

Y desde ese viaje ya no hubo más cuentos, ni historias, ni nada, porque Petra no tenía tiempo para nada, porque en esta ciudad el tiempo se va muy rápido y no queda tiempo ni para sacar piojos aunque de todas maneras ya tú no tenías piojos porque ya eras grande y un día Petra habló con Melquiades, el albañil que vivía en el rancho de al lado, para que te llevara a trabajar con él y eran las cinco de la mañana y ese frío se te metía en todo el cuerpo y tú tenías quince años y querías seguir durmiendo pero Melquiades nunca llegaba tarde y ya Petra tenía preparado el café y la arepa con mortadela y huevo, y tú con esa flojera y esas ganas de no pararte, pero siempre te parabas y te ibas con Melquiades a pelear por agarrar el autobús, y llegar a esos lugares lejísimos en donde había unas quintas que eran más grande que diez ranchos juntos de los que había en el cerro, y empezabas a batir mezcla y a cargar arena y sacos de cemento, y siempre apuraíto, porque al italiano no le gustaba el manguareo y cuando pasaban por tu lado aquellas muchachas bien bonitas que vivían por ahí, tú te quedabas como lelo viéndolas, entonces el italiano te regañaba y tú volvías de nuevo a cargar rapidito la carretilla y Melquiades lo que hacía era reírse de ti y después te decía que tenías que aprender el oficio porque si no, te iba a pasar como al hijo del gocho que se metió a malandro y una noche le dieron un puño de tiros en las escaleras y a llorar al valle, pero tú sabías que no ibas a ser malandro, tal vez porque a Petra no le gustaba y a lo mejor cuando las cosas cambiaran, tú ibas a ganar más rial, y tal vez estudiarías cualquier cosa; pero el tiempo pasó y las cosas no cambiaron, sólo cambiaron tus manos que se llenaron de callos y tus músculos que se pusieron duros y esos malditos dolores en todo el cuerpo y ya tú eras un albañil cuando te diste cuenta que Petra de tanto lavar se fue poniendo flaquita, flaquita como un silbido de culebra y ya estaba en el hueso, y esa fumadera y esa tosedera y tú jugando le decías que se la iba a llevar el viento un día de estos, pero ese día no llegó, porque primero llegó la muerte y la encontró en esa cama que ya no era cama y se murió así como una angoleta, como con un dolor, porque los ojos se le quedaron abiertos y estaban tristes y como llorando y tú con esa rabia y esa echadera de tierra sobre esa urna y con esa rasca encima y pensando que Petra no iba a tener su casa grande con sus gallinas y sus cochinos y todo, como tú pensabas cuando eras un guaricho y querías ser doctor o abogado.

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